martes, junio 30, 2009

Nosotras, vos y yo.

- Muy bien, entonces nos vemos el lunes a las cuatro, gracias.

Allí me encontraba frente a un edificio de departamentos en pleno Belgrano un lunes de verano instantes previos a que mi reloj marcase las cuatro en punto. Una voz dulcemente autoritaria sonaba desde adentro: pase por favor.
Un comedor no muy luminoso, muebles tradicionales y una mesa repleta de pequeños platitos delicadamente preparados con cosas sencillas, algunas canastitas con sobrecitos de te, y en la cabecera ella: ¿la profesora?
Ese fue el comienzo de una relación que lleva algo así como seis años. Años en los que las dos pasamos por múltiples avatares y emociones, eufóricas charlas y melancólicas reflexiones. Fui su alumna, su enfermera y aunque ella no me lo haya dicho pero si sus más allegados, “la hija que no tuvo” durante un doloroso año que le tocó vivir.

Enseguida me encontré a gusto en su casa, en su taller. El primer día, tal vez porque llegué a horario, me ubicó a su izquierda. Sentí su perfume, el de una mujer muy distinguida. Mi abuela decía, la clase se huele y es cierto. Ella es una mujer de las que le hubiese gustado conocer Mam, y por cierto, mi profesora, es muy parecida a ella.
E. llegó a mi vida apenas después de que perdiese a mi querida Mam. Allí sentada en la más absoluta comodidad, en mi silla de todos los lunes le mire las manos, las mismas de mi abuela. Delgadísimas, transparentes mostrando sin pudor sus ramitas azules, siempre con algún anillo delicado.
Es un placer escucharla, me hace reír, llorar, pensar. Nunca disfruto tanto de la lectura como cuando desglosamos un texto juntas. Y sus caras me dan mucha gracia. La siento cercana, familiar. Le gustaron mis cuentos desde el principio, me decía que tenía pasta y le creí. Cuando le conté que tenía en mente publicar un libro de cuentos se entusiasmó mucho y fue ella la que presentó aquella edición de tapa azulada. Pasó el tiempo, pocas veces falté a su taller de los lunes y brindamos para fin de año juntas un par de veces. A ella también le gusta el champagne.



- Señorita, a E. La internaron, lo siento, es para avisarle que no habrá clase mañana.
- Espere, quiero ir a verla, ¿a dónde está?
- En el Sanatorio de la Trinidad, gracias.

No esperé, algo me decía que era urgente. Cuando llegué, en la antesala del tercer piso, vi a un hombre apoyando los codos en las rodillas. En el sillón contiguo otro más joven, desconocido.
- ¿Alguno de ustedes es familiar de E.?
Cuando el hombre de mas edad levantó la cabeza, lo reconocí de inmediato, era P., el marido de E. Lo había visto de “reojo” desde mi silla del taller algún que otro lunes. El llegaba de trabajar y sin interrumpir la clase, iba directamente a la cocina y tomaba un vaso de agua. Una rutina que yo ya conocía y esperaba los lunes. En medio de la clase, primero la llave, luego la tos y finalmente el paso por la cocina. Todo invisiblemente perceptible.

- Hola, disculpame ¿vos quien sos?
- Sonia, una alumna de los lunes. ¿Cómo está E.?
- La tienen que operar, seguramente mañana.
- ¿Puedo verla?

En ese momento un hombre muy parecido a P., era obvio que se trataba de su hijo, se levantó muy estoicamente y se presentó:

- Mucho gusto, soy G., el hijo.
- Va a estar todo bien.
- Vení, te acompaño a la habitación, se va a alegrar al verte.

Por suerte tenía razón, en medio de la angustia, la incertidumbre y la sorpresa de estar allí, sonrió y me extendió su delicada mano.
- Las dejo solas, dijo G. dando media vuelta y cerrando con firme delicadeza la puerta ancha y gris de la habitación.


Pasé muchos días, mas de un mes acompañando a E. y hoy todo lo que parecía ser irremediable se transformó en un recuerdo. Pasamos muchos momentos especiales allí en el sanatorio. Conocí a todos los integrantes de su familia, le hice de “pantalla” cuando no quería recibir “visitas inoportunas”, le hice masajes en los pies, la ayudé a comer y hasta saboreé su comida. A ella le gustaba más sazonada, pero como a mi al mediodía me da igual, sólo necesito ingerir “algo” para que no me baje el azúcar. Cuántas anécdotas, televisión, malos humores, sueños compartimos por durante tantos días...
Luego, algunos meses en su casa hasta la primera salida a tomar algo que tuve el privilegio de compartir con sus dos mejores amigas.

- Champagne mozo.
- Pero...hace meses que no tomo, ¿y si me hace mal?
- Noooo, vamos así nos ponemos alegres y todo pasa mejor, ¡dale E.!
- Está bien....


Luego, la irremediable pérdida de su compañero. Mejor no hablo mucho de eso, pero pasó. Traté de acompañarla lo más que pude y sin perturbar la intimidad que la familia requirió. Sin embargo, la presentación de una novela corta que me ayudó a escribir, sirvió para que se pusiera su visón largo y allí estuviese. No me dejó sola.


Hace pocos días volví a sentarme cerca de ella aunque no tan pegadita como en aquellos tiempos. Y me doy cuenta de que en ese lugar estoy más cómoda. Miro sus manos...es la primera vez que le veo las uñas pintadas de rojo...querría preguntarle que le dio, pero no me animo...





Para E., con atrevido respeto y amor. Sonia, junio de 2009.

No hay comentarios.: