miércoles, noviembre 14, 2007

Amar sin ley, Sonia 5 de noviembre de 2007.


Cuando me anunciaron que mi hija sí o sí tenía que alcanzar los dos kilos para poder irse a casa, no imaginé que pasar cuarenta días en neonatología, sería tan particular.
Todo comenzó el día siguiente al parto. Mi primera visita no la puedo contar en detalle pues pertenece a nuestra intimidad. Digo nuestra por Delfi, Philip y yo. Sí puedo decirles que fue tan conmovedora como intimidante. Ahí descubrí “el amor para toda la vida”.
Los primeros días estaba medio perdida, entre la debilidad corporal, la dieta sin sal y todas la instrucciones de asepsia que más tarde me resultarían tan familiares. La sala de neo era un mundo con leyes propias. Antes de entrar, había un placarcito en donde debían depositarse carteras y sacos. Al lado, una bacha con un jabón desinfectante rosa. Un cartel decía: “lavarse hasta los codos por favor, y luego ponerse el camisolín celeste que está en el dispensador”. Así, cada vez que entraba, el ritual era respetado.
Ya adentro: los saludos. Tres nurses uniformadas me recibían con besos y elogios. Yo, apenas una seña y directo a la cunita (al principio incubadora) a besar a mi princesita que aunque mínima en tamaño, mostraba sus ojazos. El primer paso: preguntar cómo había pasado la noche (en mi caso, la bella durmiente siempre bien) y luego, si había aumentado de peso. Gracias a Dios, para mi las noticias desde el día primero al cuarenta fueron satisfactorias).
Todos los días eran diferentes e iguales. El baño en una palangana con un cuartito de jabón de glicerina (eso sí, cuidando de no soltar la sonda), las decenas de cambios de pañales extra pequeños, los mimos sobre el pecho, las canciones y porque no contarlo, la emoción de saber que un ser de un kilo trescientos estaba totalmente formado.
Pero la sala no era todo seriedad, ¡comenzaron los romances! Síiii.
Julio César, un bebé cuya madre era todo histrionismo, era el pretendiente de Delfina. Cuando los chicos fueron aumentando de peso y ya no estaban en incubadoras sino en cunitas, los acostábamos juntos y en medio de todos los peluches que iban incorporándose cada día a sus pequeños mundos, les sacábamos fotos. Hicimos buenas migas con la mamá de J.C. Era una mujer de mi edad; y las dos éramos las únicas que pasábamos todo el día en el sanatorio, desde las ocho de la mañana hasta las diez de la noche. El día que Delfi cumplió un mes, ella le regalo en nombre de su hijo un juguete que conservamos en el estante de objetos preferidos de su cuarto. La tarjetita de regalo dice: “Delfi, te quiero”. ¿Su primer amor?
Pero claro, entre cuidados, biberones con 60 cc. , pañales, ropita preciosa brindada por el sanatorio y parloteo con las nurses, estaba mi tierna y fiel sombra, mamá. La pobre llegaba a la misma hora que yo, se sentaba en el sillón de la sala de espera, y con un libro (en el que seguramente no podía concentrarse) aguardaba el milagro de que yo me asomase...
- Nani, bajemos a comer algo, ¡dale, te tenés que alimentar!
- Bueno, má. Pero rápido...¿y si me llaman?
- Pero querida, Delfi está súper cuidada y además, las chicas tienen tu celular, dale, vamos.
Y así, en el bar de la planta baja, una carnecita con puré de calabaza a toda velocidad. Cuando subíamos de vuelta, mamá me besaba y de nuevo en el sillón celeste, se aprestaba a esperar a que Philip llegara. Que ella estuviese allí, cerca me hacía sentir contenida, respaldada en esos días en que todo me hacía sorprender.
A eso de las seis de la tarde, el papá más radiante del mundo ingresaba con su camisolín a la salita de neo. Casi sin saludar, me arrebataba a Delfi con suave firmeza y la besaba. La sala se convertía en un ámbito totalmente de ensueño. Philip cantaba en francés y todas las madres o padres con sus bebes, lo rodeaban para arrullarlos. El tiempo perdía su regularidad y los ositos del empapelado jugueteaban entre sí, las nurses se tomaban de las manos y hacían una ronda mientras sus batas adquirían volumen formando un ensamble de telas que bailaban.
Yo, sentada en la sillita próxima a la cunita de Delfi, le escribía cartas a mi hija. Ya pasaron ocho años y extraño aquel mundo al que temimos en un principio, pero que finalmente nos nutrió y nos hizo conocer lo que significa que el amor no tenga leyes establecidas.

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