domingo, mayo 20, 2007

Gauchito

Salgo del local de fotocopias tratando de ordenar los papeles que junto con la cartera repleta de objetos que no son míos se desborda pidiendo a gritos un orden. En la vereda el siguiente espectáculo: ¡y gratis¡
A Ana (no voy a cambiar los nombres porque esta historia quedará para la posteridad), la tironea por un perro largo de patitas cortas y hocico en punta. La correa, inmunda y remendada. Nada que ver con la de su perra Cleo, que por poco lleva una Luis Vuitton, de las verdaderas. A su lado, como desorbitada, Lilly, tratando de entenderle a una vieja zaparrastrosa lo que quería decirle y un portero asegurándole a las dos que el perro ese era de la zona, y que no jorobasen más preguntándole a Dios y a María Santísima de quién era. Y me falta Irina, que aunque todos sabemos que no es amante de los perros, mostró que las circunstancias cambian las personas. Pues ella también estaba muy interesada en decidir qué podríamos hacer con aquel cachorro abandonado que había cambiado nuestra tarde.

Caminando las cuatro, y ya casi sin pensar en la proximidad de la hora de comienzo de nuestra reunión semanal de escritoras, en el perrito que gira la cabeza veo la imagen de mi antiguo y ya fallecido “Negrito”, también un perro callejero que hace muchos años, encontré con mi marido en las inmediaciones del monumento a Los Españoles. No pude apartar mi vista de aquella mirada, y le dije a Ana que era la que seguía arrastrándose al son de la fuerza del perro: “Dejá, yo me hago cargo esta noche, pero antes llevémoslo a una veterinaria”. Lilly e Irina nos miraron con desconcierto pero cómplices y caminaron a nuestro lado. Irina faltaba poco para que tomara “las riendas”, y fue ella la que nos indicó donde quedaba la veterinaria más cercana. Y allá nos largamos las cuatro con nuestro nuevo amigo. Del taller literario ni hablar.
Entramos al local como una tromba de niños a una juguetería. Ana, impaciente, atropelló a una señora que estaba pagando una bolsa de comida. Lilly miró su elegante reloj con seriedad y creo yo que si no fuese por ella, ninguna de nosotras hubiese reparado en la hora: ¡ya eran las cuatro y media pasadas!. Irina desde su altura le pedía a grito pelado al veterinario (más tarde lo llamaríamos Javier como si la noche anterior hubiese dormido con nosotras), “corteza de árbol” para la iguana del hijo, que ya a esta altura, es como su nieto. Y yo, le pedía – todo al mismo tiempo -, que revisara, vacunara, desparasitara y bautizara al perrito, que para ese entonces ya hasta nos quería porque el pobre se portaba tan bien que no sabíamos si habíamos encontrado un peluche.
El tiempo seguía pasando e Irina, desconsolada porque Javier no tenía la corteza esa para la iguana, sugirió ir yendo con Lilly al taller, quien desde la puerta de la veterinaria esbozó: ¡qué lio!
Ana y yo decidimos darle identidad a nuestro nuevo amigo así que sin vueltas le dijimos al veterinario en tono imperativo (mucho no le gustó al hombre): “Por favor, llámelo Gauchito”. Él respondió: “Paren, vayan despacio”...Nosotras reímos a carcajadas sin darnos cuenta de que al mismo tiempo el buen hombre le daba una vacuna súper dolorosa a Gauchito, quien pegó tal alarido que una señora que entraba en ese momento a la veterinaria, dudó en dejar a su perro allí y nos preguntó a nosotras dos qué era lo que sucedía allá adentro. Otra vez, nos reímos sin poder parar. Hasta que Javier nos llamó la atención, pidiendo que al menos sostuviésemos al perro.
Y sí, ya era hora: nos acordamos de las chicas del taller, y le pedimos al tal Javier que nos cuidara a Gauchito por dos horas. El muy desgraciado se negó. Entonces Ana le dijo: “Pero hombre, le pagamos todo ahora” Y yo agregué exagerando: “Nuestras profesoras del taller literario son muy bravas, no aceptan que lleguemos tarde”. Qué le podía importar a Javier eso, ¿no?. Nada. El pobre hombre, para calmar nuestra ansiedad, tomó de la estantería una bolsita de “golosinas para perros”, sacó una especie de palito y Ana, en su afán de madrina compenetrada le decía: “¡Comé mi chiquito!.”
Miré a Gauchito a los ojos y ¡fue ahí que se me ocurrió acudir a San Philip, mi marido!
Gauchito, cuyo nombre verdadero es Bruno, hoy forma parte de nuestros recuerdos después de haber compartido casi veinticuatro horas con nosotras y los nuestros. Aunque nos encariñamos mucho, buscamos a su dueño y lo devolvimos. En breve, les contaremos más...

1 comentario:

Anónimo dijo...

recordar el episodio me hizo reir mucho otra vez!! como siempre escrito con mucha altura. besos