miércoles, abril 29, 2009

Monólogo

Nací entre la vanguardia de los sesenta y el atrevimiento de los setenta: año 1964, cuando muchos escritores dieron a luz su mejor obra y la bossa nova y el jazz sorprendieron a los amantes de la música. Me enorgullezco de aquella época y compruebo que cada vez que indago el año de producción de una obra literaria, una composición musical distinta, impactante...esos cuatro números me sorprenden: 1964.
Mujeres con vestidos Jackie, collares de perlas y algunas con un plus de sensualidad: la boquilla en los labios.

Si bien nada mejor que las experiencias personales para sellar las propias épocas, por década resulta mas fácil, y uno sin querer dice por ahí: “los ochenta fueron bomba”, “en los noventa trabajé como nunca”, etc.

Yo recuerdo los setenta como la década más jugosa que viví hasta ahora, lo que no significa que allí pueda ubicar mis mejores recuerdos ni mis mayores logros. Emigré allá por el ´71 con sólo siete años de edad. La escuela primaria fuera de mi país, los símbolos patrios ajenos, los próceres desconocidos con los que debí encariñarme forzosamente. Simón Bolívar me suena más familiar que San Martín y al himno de Venezuela aún lo tarareo. Como dice un escritor argentino: “La patria es la infancia”. Allí y en esa década conocí el valor de la amistad, el primer amor, mis primeros actos de independencia. Me gustaba la moda de entonces. Los muebles con diseño y personalidad, mi madre con aquellos pantalones acampanados y las camisas de seda al cuerpo. Collares largos y plataformas, el pelo lacio y suelto hasta la cintura.
En casa se escuchaba a Serrat y se leía a Manuel Puig. Me deleitaba leyendo y releyendo los lomos de los libros de la biblioteca del living: Leopoldo Marechal, Ernesto Sábato, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges...
A fines de esa década regresé a mi país y la música disco retumbaba en los programas de radio, en las fiestas a las que empecé a ir y en el “tocadiscos “ de papá. El no lo usaba pero como cerca de mi casa , del otro lado de la plaza se había instalado la diskería (sí, así se escribía) de onda de entonces, él me regaló varios LP que pude escuchar hasta el cansancio: Electric Light Orchestra, Saturday Night Fever y Air Supply. Acompañan esos recuerdos musicales el atuendo ahora ridículo que llevábamos: calzas brillantes, remeras estampadas, sandalias de taco altísimo y el maquillaje con brillantina. ¡Qué alboroto el sábado a la tarde para semejante “pinta”!. Pero claro, no existía la inseguridad en las calles céntricas por donde merodeábamos con amigos hasta tarde y muchas veces tanto que al regresar a mi edificio, encontraba al encargado baldeando la vereda.

En los noventa ya tenía veinticinco años, sin duda la edad de los desencantos amorosos y el “después de” finalizados los estudios universitarios. Por suerte trabajaba y tenía novio formal pero aquello no impedía que arrastrara conmigo incertidumbres, miedos y vacíos a los que hace algunos pocos años pude darles mi primer adiós.Y bueno, digamos que para mi los noventa fueron una década de “construcción de mi personaje”. Durante ellos sufrí muchos vaivenes emocionales, percibí la oscuridad y temí al espiral descendente de la angustia; pero también disfruté el resurgir de mis vocaciones mas profundas. Gesté a mi hija y en el borde del 2000 la traje al mundo. Al poco tiempo planté un Ginko Bilova y un poquito más tarde escribí mi primer libro. Acompañada por mi compañero de ruta acá estamos ya en el dos mil nueve, y durante esta década ocurrieron en mi muchos cambios externos importantes. Mi madurez junto a ellos y la revolución que sufren las mujeres a partir de los cuarenta. Nunca imaginé que fuese cierto que estos serían mis mejores años. Probablemente porque puedo ensamblar aquella que soy, aquella que quiero ser y aquella que los demás esperan que sea. ¡No es poco!

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