martes, agosto 26, 2008

Saber cosechar

El ámbito que me rodea ahora se le parece al de aquel entonces. La placita triangular, las veredas originales de la época, gente que va y viene y el vendedor ambulante que vi en ese entonces y al que vuelvo a ver ahora a través de la ventana del barcito en el que te estoy esperando. Y sos vos lo único que cambia el escenario. Tu inminente presencia.
No hice la mudanza de un tirón como se esperaba. Calculé que toda la familia se encontrase de vacaciones y fui llevándome aquellos muebles y objetos que había atesorado durante muchos años. El espejo que había heredado de Lorna, los biombos color uva que siempre había ponderado, el necessaire que supuestamente había pertenecido a Victoria Ocampo, la jarra de vino italiana pintada a mano que un fin de año le habían regalado a mis padres - cuando celebramos el año nuevo en ese espléndido hotel de Piazza Spagna - , el velador de opalina blanca con florcitas que ahora tiene en su casa mi hermana, y tantos objetos más que iré recordando mientras transcurra este relato...


Tenía veinticuatro años y pensaba que podía sola. Había elegido el departamento casi inmediatamente y hoy, con la perspectiva que otorgan los años, me doy cuenta de que la elecciones requieren algo más, que el instante mismo del deslumbramiento. Así como los frutos necesitan madurar para ser cosechados, debí en ese entonces pensarlo mejor. Los primeros tiempos fueron de pura alegría. Claro, hacer las primeras compras de vajilla, instalar los posters ya enmarcados, celebrar las reuniones de inauguración, y porqué no, lavar la ropa y tenderla en el lavadero para que los “nuevos aires” las secasen. Y ahí el primer indicio de me había mudado: otro olor en mi ropa.
Trabajaba hasta las siete y media de la tarde por lo que en general empalmaba con alguna salida nocturna. En el momento de introducir la llave en la puerta del edificio, el primer nudo en la garganta. El segundo llegaría al abrir la de mi departamento y el tercero al apagar el velador. La mañana: la felicidad, aunque siempre teñida del sabor amargo de saber que a la noche cuando llegara de vuelta la casa estaría vacía y fría. Porque aún en verano ese departamento era muy frío. Había sido construido en los años cincuenta con paredes gruesas y pisos de granito. Como el barrio era de gente tradicional, casi todos los habitantes del condominio mayores. ¡No había ruido ni en las fiestas de fin de año! Lamentablemente, me fui mimetizando con la vivienda y cada día escuchaba la música más baja y casi no prendía la tele para no molestar a los del “A”. Me deprimí, fueron tiempos duros porque me debatía entre mi nueva vida de joven independiente y los deseos furiosos de volver a casa de mis padres o de casarme. Y eso fue lo que hice: me casé con mi novio de entonces para que la casa cobrara vida pensando que yo también la recobraría.


Ya pasaron veinte años y miro hacía atrás y me doy cuenta de que no era “el departamento” lo que no me permitía ser feliz. Era yo que no sabía esperar a que las cosas madurasen para empezar a disfrutarlas. Hoy te espero sentada a la mesa de este bar y de la vida, sabiendo que gracias a la cosecha de nuestro amor, seremos felices.



Sonia, 12 de mayo de 2008.

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