miércoles, junio 11, 2008

A Fernando O. Ulloa, con inmensa gratitud y admiración. Sonia Shebar, 30 de mayo de 2008.

Empezaba comprender lo que sería traer al mundo a un nuevo ser. Sólo sabía el sexo y el tamaño de esa criatura que quería adelantarse a ver el mundo...

Hace un poco más de nueve años, conocí a Fernando.
La puerta de su consultorio tenía colgado al descuido un antiguo timbre. Tuve que llamar dos veces para que el menudo e imponente hombre, con mucha suavidad abriera la puerta y bajando el mentón en señal de "mucho gusto", me hiciese pasar. Estaba nerviosa, ansiosa y tenia miedo. Ese era el sentimiento que me acorralaba por ese entonces y por el que me recomendaron ir a verlo.
El consultorio era una especie de living ambientado en los setenta. Mucha madera, mucho cromado, muchas pipas...También colgaban plantas del techo al puro estilo tropical y había literatura brasileña por todos lados. Lo miré y era un hombre muy interesante. Bajo en estatura pero alto en actitud. Sin embargo, hablaba en un tono muy suave y pausado. Por momentos, parecía dormitar en su sillón. Yo estaba del otro lado del pequeño escritorio repleto de fotocopias, de libros viejos, de adornos y recuerdos. Parecía ser una persona de esas que acumulan y no tiran nada. Pero lo que realmente acumulaba Fernando era saber y experiencia.
Luego de un par de sesiones, me hizo sentar en un silloncito bajo. Por momentos me susurraba lo que quería decirme. Aquello me fue resultando cada vez más natural. Era un hombre muy seductor y sabía tratarme. Varias veces me ponderó las piernas y me hizo sonrojar. Otra vez, hablábamos del amamantamiento (ya me faltaba poco), y me ponderó otra cosa...
Pasaron algunas semanas, menos de las previstas y tuve a mi hija un lunes bien tarde a la noche. A las pocas horas llegó Fernando sigilosamente deslizando sus botas salteñas por el pasillo aséptico e intimidante del sanatorio. Nos dejaron solos en la habitación y él supo acompañarme con su cómplice prudencia momentos después de que desperté de la anestesia. Estuvimos tomados de la mano un largo rato. Aún no había visto a mi hija y nunca olvidaré la tierna y a la vez audaz mirada de Fernando, tratándome de impartir temple para el gran momento de mi vida: encontrarme con Delfina por primera vez.

A la semana me visitó un domingo a la noche en mi casa. Y mientras escribo estas líneas, me doy cuenta de que me encuentro recostada en mi cama de la misma manera en que lo recibí...pero claro, con nueve años de madre y ya sin miedo.
Luego vinieron tiempos duros, mi única salida al exterior de la clínica era para ir a verlo, siempre corriendo, siempre con la esperanza de estar cada día más plena para volar .
Hace un rato supe del fallecimiento de Fernando, "Vinicius de Moraes" como yo le decía sin que él lo supiera. Todas las personas que se que lo trataban son seres sensibles y aprendieron de Fernando que sólo podemos vivir en paz sin somos fieles a nosotros mismos.

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