
Eran casi las tres de la mañana y con la excusa de que me había desvelado sin cigarrillos a mi alcance, me puse un sombrero y salí.
El aire húmedo y frío del otoño se percibía con intensidad en las bocacalles. A esa hora, sólo los kioscos sobre la calle Florida estaban abiertos.
A pesar de que fumaba bastante en los últimos tiempos, sabía que las ganas de fumar no eran realmente el móvil para salir a callejear.
Así, casi cerca de las tres y media, me encontraba esquivando baldosas flojas y vagabundos. Como yo trabajaba cerca del Congreso, casi no conocía mi barrio de día. Entraba tempranito a la mañana en la clínica y cuando salía a las seis de la tarde, me iba directo a un curso de música que se dictaba en Almagro. Si, más o menos lo que pensás: “me hacía los cien barrios porteños”.
Tenía algo nostálgico vivir en Tucumán y 25 de Mayo. Había comprado un departamento viejo allá por los ochenta y poco a poco lo había ido remodelando. Era amplio y aunque no lo puedas creer, luminoso. Hasta podía ver el río desde la cocina, que daba a un pulmón espacioso en el que ventanas de torres modernas de la avenida Alem, formaban una ronda de espejos delatadores. El contraste de los viejos edificios y burdeles de la zona era pintoresco. Y de noche, como pasó aquel día de mayo en que sucedió esta historia, la sordidez con el encanto de la Buenos Aires del Bajo se complementaban muy bien.
Bajé la calle Florida como les contaba y a mi derecha el magnifico edificio de las Galerías Pacífico me hipnotizó.
_Qué edificio, pensé. _Qué obra de arte. Aunque las puertas estaban cerradas apoyé la ñata contra el vidrio y me dejé llevar...
Con sumo cuidado apoyé mi valijita de pinceles en el piso, abrí el bolso viejo y roído de cuero marrón, y saqué mi delantal y algunos pomos de pintura. La Secretaría de Cultura me había encargado ni más ni menos que pintar un mural. Eran tiempos complicados en materia política, pero exquisitos en el arte y la cultura. Allí, mujeres elegantes y sofisticadas deambulaban a mi alrededor y no podía concentrarme en poner manos a la obra.
Entonces, como inspiración no viene sola, dejé mis petates en el piso, les pedí a mis ayudantes que con sogas circundaran el lugar, y me marché. Un elegante portero me abrió la puerta pesada de bronce, la que daba a la calle Florida, y el húmedo frío del otoño me embaló a apresurar el paso. A pocos metros descubrí a través del vidrio fumé, una cabellera rizada conocida. No había duda, era Ana, mi gran amor de juventud. _¿Qué hacía sentada allí sola? Una mujer en los cuarenta y pico no iba sola al Florida Garden. La vigilé desde afuera, mi piel se erizó y entre temblando, sin pedirle permiso a mi corazón.
_Ana...sos vos ¿no?, le dije con el mejor tono que me salió agachándome detrás de su sensual espalda.
_ Perdón caballero, no me llamo Ana, pero no se importune, suele pasar el ver a alguien en otro cuerpo.
Me dejó helado y no supe que contestarle. Mi corazón latía tan rápidamente que sentí que podía desmayarme. Así que sin despedirme, salí a los tumbos entre los intelectuales que en la barra hacían pinta y ordenaban café espresso.
Otra vez ese aire humedo y frio me ayudó a despabilarme y volví a mi faena.
Ese día empecé a pintar unas de la obras que más he disfrutado plasmar en una superficie virgen y solitariamente popular: “El amor”.
Ya eran las cinco de la mañana y la enfermera exuberante de la clínica me esperaba en casa. ¿Qué pasaría si se despertase y no me viera allí? Al fin y al cabo, era un minón: alta, rubia y altiva. Bastante me había costado llevarla la noche anterior al departamento de veinticinco de mayo.
Así que como pude, me agarré fuerte de la manija de bronce de las cerradísimas puertas de las Galerías Pacífico, logrando despegar mi cara del empañado vidrio y acomodar mi sombrero marrón. Recobré mi compostura y caminé Florida hacia el sur, doblé en Tucumán y saludando a los porteros que baldeaban las veredas que se preparaban para el jaleo del Bajo, entré en mi edificio. Abrí la puerta con suavidad para no hacer ruido, pero allí recostada en el sillón del living, estaba la rubia vestida de rojo, mirando la tapa de un libro. Ilustraba la obra “El Amor” de Berni. ¿Y te confieso algo?: no se porqué, pero me vi reconocí en el hombre de sombrero que abrazaba a una mujer de larga y rubia cabellera como la de Ana, mi primer amor.
Ilustración: "El amor", de Antonio Berni (Galerías Pacífico)
1 comentario:
So, más alla de cualquier comentario a mi me pareció muy "tuyo". Me encantó!!
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