
“Montañas de barro”, Sonia, 12 de noviembre de 2006.
Anselmo Ruiz estaba sólo.
Viudo desde hacía pocos meses y acompañado de sólo recuerdos, sus días transcurrían entre la fabricación de vasijas de barro y la casa. Vivía en un pueblito del norte, caluroso y nostálgico. Atrás habían quedado las peñas folklóricas en las que preparaba tamales con Rosa, su mujer.
Todos los concurrentes adoraban aquellos tamales cuidadosamente condimentados. Rosa los cocinaba y Anselmo los presentaba en platos de barro cuadrados que para ese entonces, eran toda una novedad.
Ahora su hija se había ido a estudiar a la capital y él seguía moldeando el barro de la zona para poder enviarle el dinero para los estudios. La joven aspiraba a ser guía de turismo.
Visitantes de Europa llegaban diariamente a Humahuaca. La quebrada era el orgullo de Anselmo y de todos sus vecinos. Desde su puesto, en una de las callecitas de piedra, él se esforzaba por atender amablemente a los turistas. Algo siempre vendía. Eran piezas trabajadas a mano, de color marrón rojizo y algunas tenían dibujado en color negro la silueta de un aborigen.
En los alrededores del centro del pueblo, vagabundeaba una especie de adivino-brujo que no dejaba de torturar a los vecinos con sus premoniciones. Anselmo nunca le había creído y le escapaba. Pero ésta vez el anuncio de Filiberto, el brujo, parecía tener respaldo del servicio meteorológico.
Una tarde de primavera, Humahuaca dormía la siesta. Anselmo, en la parte posterior de su negocio, escuchaba la radio mientras le daba el toque de barniz final a unas macetas que había tallado. El pincel subía y bajaba sin grumos que lo estorbasen, cubriendo uniformemente el paisaje montañoso, dibujado por el artesano. Miró por la ventana y sonrió al comprobar que las montañas de la maceta eran las mismas que las que podía apreciar.
Sin embargo, el cielo de Humahuaca no tenía el inocente arco iris que él había pintado por encima de los montes jujeños, en la maceta.
- “Informa el servicio meteorológico provincial: vientos de más de ciento veinte kilómetros por hora provenientes del norte se acercan al poblado de Humahuaca. Rogamos a los habitantes no abrir sus puertas dentro del horario de la siesta. Permanezcan en casa. Seguiremos informando....ahora continuamos con la voz de Rita Sánchez.”
Anselmo estaba inquieto. Esa mañana, sus vecinos le habían comentado que el brujo Filiberto se había paseado el domingo anterior por la plaza central, anunciando una verdadera catástrofe climática. El concurrió a su lugar de trabajo sin prestar atención pero pasado el mediodía, una nube negra se aproximaba y amenazaba con entrar en su taller. Pensó: ¡que Dios no quiera que el viejo Filiberto tenga razón!
De ésta historia hace ya veinte años. Humahuaca fue reconstruida luego de que un terrible huracán azotase la zona. Casi todo el pueblo se salvó. Mi padre lo intentó. Aquella tarde extraña en que los presagios de un brujo coincidieron con la realidad, él dejó el taller. Cerró la puerta y miró a su alrededor. El pueblo estaba vacío. La tierra amorronada temía. Papá corrió presintiendo que el camino del centro hasta su casa era muy largo para poder evitar aquel viento irregular, furioso y pesado que lo arrastraría en pocos segundos más contra la montaña. La misma montaña que dibujaba y moldeaba con pasión. Y la que lo abrazaría hasta la eternidad.
Hace años que regresé a mi pueblo natal. Tengo una pequeña hostería emplazada en el terreno en el que estaba el taller de mi padre, Anselmo Ruíz. La posada lleva su nombre. Con las montañas detrás de testigo, claro.
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