sábado, septiembre 30, 2006

Destino circular, septiembre de 2006

“Descubro el día o la luz
...pero pensé en tus ojos.
Inicio el sentido, la existencia
mientras armo tu risa.
Ocurren las montañas y el azúcar
...pero porque antes,
pensé en tus ojos”

Era ya la cuarta mudanza de María y las palabras rebeldes al renglón no podían dejarla...Una vez más, el librito de tapa rosa fue acomodado meticulosamente en el canasto de mudanzas. Allí pasaría unos días junto a sus compañeros de biblioteca, ahora apiñados, casi sin respirar, en el embalaje de madera.

María seguía un ritual cada vez que desembarcaba en un nuevo hogar. Primero los artefactos de luz, después los muebles más grandes, los adornos y finalmente, los libros. La ropa la acomodaría después, en varias etapas.
Los libros le llevaban más tiempo que nada. Los de tapa dura y grandes abajo. Eran de decoración y de jardinería. En los estantes del medio, los diccionarios y las enciclopedias (casi en estado nuevo), y al final, las novelas. A María le gustaban mucho las novelas.
Sin embargo, “Los versos del Capitán” de Neruda, ocupaba el lugar de privilegio de la biblioteca.
María lo tomaba, lo abría y sin detenerse a leer aquellas palabras escritas a mano en la primera hoja, que sabía de memoria, lo tiraba al piso. Siempre había querido deshacerse de él desde que Juan Carlos se había embarcado a Malvinas. Pero no podía. Era lo único que le había quedado de aquel primer gran amor.
En la primera mudanza, luego de que se separasen, había tirado todos sus regalos, todas sus cartas, la filmación del casamiento y las fotos. Pero el librito rosa tenía vuelo propio y no la dejaba.
Así que una vez más, María lo levantó arrepentida, se lo llevó al pecho y con lágrimas en su rostro, lo ubicó en el estante central de la biblioteca, de frente, a modo de sostén de otros libros con la ayuda de un caballito de cerámica pesado.



Se volvió a casar y tuvo tres hijos. La única niña, Valentina, mostró sus dones artísticos desde pequeña. Cuando para sus compañeros las letras eran meros dibujos panzones y pintorescos, ella ya sabía leer. “Mujercitas” era su lectura preferida a los diez años y también la entretenían los dibujos de ese libro de historietas juveniles.

Pasaron los años y el matrimonio no pudo sostenerse. Los dos varones se fueron a vivir a la Patagonia con el padre. Una empresa extranjera lo había contratado por varios años.
Por suerte Valentina, se había quedado con ella.

Fue entonces cuando María decidió mudarse una vez más. Comenzó a
desarmar su departamento de tantos años y llegó el momento de guardar los libros.
Otra vez, primero los grandes y pesados en el fondo, luego las enciclopedias vírgenes de uso y finalmente “sus” libros.
Cuando tuvo “Los versos del Capitán” en las manos se detuvo y decidió tirarlo a la basura sin pensarlo mucho. Al fin y al cabo su vida en las casas que habitó no había sido muy dichosa...”¿y si era el librito rosa lo que le traía mala suerte?”. Quería empezar de cero junto con Valentina.
“ No podés ser así de supersticiosa, María”, se dijo.
Pero puso en marcha sus cansadas piernas y tiró el libro en el cesto de la basura. Sin piedad.
Se acordó de los cartoneros y decidió ponerlo junto a las cajas de zapatos y los álbumes de figuritas viejos que Valentina seguramente liquidaría “porque ya era grande”.


Ya en su nueva hogar, María y Valentina iniciaron una vida distinta.. Ya no más varones jugando al fútbol en el living, ni un padre que se quejase de que su hija era “muy soñadora”.
María cambió a la niña a un colegio especializado en artes y ésta fue creciendo en un ambiente acorde a sus dones. Poco a poco se hizo un lugar en el ámbito literario y cuando cumplió los 15 años su madre le organizó una gran fiesta a la que invitó a todos aquellos que habían sido testigos del talento innato de su hija.


Llegó el gran día. Matías, el papá de Valentina, bailaba el vals con su hija. María hacía de anfitriona y controlaba que todos los detalles estuviesen bien. Si bien estaba apenada porque sus dos hijos varones no habían podido compartir ese momento con su hermana, brillaba de felicidad. Su vida por fin se había acomodado y la convivencia entre madre e hija era maravillosa. La adolescente no parecía estar atravesando la “edad del pavo”; era dulce, compañera y hasta tenía un novio adorable llamado Sebastián.

En el momento del brindis, Valentina tomó el micrófono y dijo:
“Quiero dedicarle estas palabras mías a mi novio, Sebas:”

“Descubro el día o la luz
...pero pensé en tus ojos.
Inicio el sentido, la existencia
...mientras armo tu risa.
Ocurren las mañanas y el azúcar
...pero porque antes,
pensé en tus ojos.”


A la madre se le llenaron los ojos de lágrimas y recordó tiernamente culpable, el momento en que Juan Carlos, su primer amor, le había regalado el librito de Neruda jurándole amor eterno.

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