
Estos días, en que los que escribimos rendimos homenaje
a Jorge Luis Borges, tuvimos la fortuna de reflexionar sobre el concepto TIEMPO.
Como hijos del mismo, su límite es el que nos impulsa a construir, a modelar nuestros días.
Siempre pienso en el TIEMPO, en esa moneda que perdemos justo en el momento en que creemos que la tendremos para siempre. Por eso, el TIEMPO es realmente este instante, todo lo que soy ahora, mientras escribo éstas líneas...
En el siguiente relato...Sebastián nada en esa marea que es SU TIEMPO. Espero que les guste...
Detener el tiempo, 03-06-06
Para Sebastián las cosas habían llegado al punto extremo de la desesperación. Con casi nada de trabajo, escasas posibilidades de conseguir algo fijo, no le quedó otra que dejar a su familia en Neuquén, y luego de el previo paso por Ezeiza, embarcarse a Madrid.
Una pareja de amigos de la universidad se había radicado en dicha ciudad hacía ya más de tres años. Y como eran gente de trabajo y por sobre todo de gran talento, habían podido armarse considerablemente bien.
Sebastián se despidió de los suyos una mañana fría de otoño. Era un sábado y la villa estaba vacía. La gente del pueblo estaría en sus casas de madera a los lados de la ruta y los terratenientes de las estancias sureñas, seguramente preparándose para el gran cordero patagónico que saborearían con amigos.
Sebastián deambulaba de un lado a otro de la habitación de su casa, y entre los gritos de sus hijos pequeños, terminaba su valija. Era de tamaño chico, Sebastián tenía la ilusión de volver a buscarlos pronto.
Su cabeza atormentada y temerosa no lo dejaba ordenarse. Natalia, su mujer le decía: “dale Sebas, ya lo decidimos, no es el fin del mundo. Los Valderre ya lo hicieron y mirá: tienen una casa en las afueras de Madrid, sus hijos van a un colegio bilingüe y ¡hasta te mandaron el pasaje!”
A Sebastián le pesaba mucho esto último, el ni siquiera haberse podido costear el pasaje.
Se sentó en un asiento del lado de la ventana del bus, se recostó y miró por la ventana helada y amenazante que tenía del lado derecho de su joven rostro de sólo 36 años.
El ómnibus se desplazaba a gran velocidad y las curvas empezaron a pronunciarse cada vez más. Cuando llegaron al cruce del río Limay, el conductor detuvo la máquina e invitó a los pasajeros a descender para un breve descanso.
“Estirar las piernas no me vendrá mal”, se dijo.
Bajó apesadumbrado y sintió frío, por lo cual regresó a buscar su campera de polar.
Cabizbajo y sin interés por nada descendió por la ladera de piedritas y se recostó sobre el frío y abrasador pasto. Era su pasto, el que había visto y tocado desde que nació.
El angosto, claro e inquieto río, lo mantuvo entretenido. No dejó de mirar el agua y recordó alguna que otra vez que había llevado a sus hijos a chapotear por esas orillas irregulares, estéticas.
Un silbato interrumpió su ensueño. Debía volver al ómnibus.
Se levantó, metió las manos en los bolsillos de su campera, emprendiendo el regreso a la ruta. Sebastián quería detener el tiempo. Subirse al bus representaba tener que luego bajar en el aeropuerto de Bariloche para tal vez no regresar nunca más...
¿Era capaz de dejar su vida por la ilusión de “algo mejor”?
¿Y si se conformaba como otros tantos que siguieron aferrados a aquella tierra fértil, propia y amada?
No, ya con su mujer lo habían decidido. No podía dar marcha atrás.
Cuando puso el pie en el primer atrapante y temible escalón para subir, algo se le cayó al piso de ripio de la ruta 237. Era su billetera que aunque vacía de dinero, contenía las únicas fotos que llevaría al viaje de su familia. El conductor le dijo: - Espero, señor, puede descender a recoger sus cosas.
Sebastián contempló desde lejos el extenso Nahuel Huapi y contestó:
- Sigamos nomás, no la necesito. Esto recién empieza y es mejor que el camino lo haga solo.
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