sábado, agosto 12, 2006

El amor está a la vuelta de la esquina, 12 de agosto de 2006.


Recuerdo que a los dieciocho años, iba al supermercado de al lado de mi casa y pasaba ratos largos frente a la única góndola que había con artículos para la cocina. Algo siempre compraba, o un abrelatas de origen danés, o una panerita norteamericana de plástico imitando la rafia entrelazada, o algún que otro juego de tazas de marca francesa.
Claro, los supermercados no eran los monstruos impersonales de ahora, de pasillos anchos y sectores bien diferenciados.
En el supermercado al que yo iba era en ese entonces, el más pequeño y exclusivo de la ciudad, todo estaba prolijamente exhibido y su diferencial era que un cadete te embolsaba la mercadería. Recuerdo que un día descubrí una pizarra al costado de la oficina del gerente, al lado de la caja de envíos a domicilio, que por ese entonces era la única.
En tiza blanca y letra cursiva decía: “Lista de morosos”. Nadie era anónimo.
Los nombres no me los acuerdo, por suerte.
Yo no podía entender cómo familias pudientes de los alrededores del Jockey Club debiesen plata por la compra de tomates, servilletas y fideos. El sector de los vinos y cosas caras para ese entonces, estaba lejos de mi interés.
Era muy lindo hacer las compras. Los carritos andaban bien y uno no peleaba como ahora, contorneándose para domar al carro de ruedas torcidas que nos ofrecen. Se pagaba en efectivo pues el trámite para el pago con tarjeta era muy largo. Entonces, la cajera llamaba a la encargada del salón, quien te acompañaba a su oficina para pedir autorización.
Ni hablar de la “pasada” de la tarjeta por el aparatito de plástico...que no encajaba en el rectángulo, que el carbónico no copiaba, que el cupón se rompía...
Pero en ese entonces teníamos más paciencia. Nadie nos llamaba a al celular, y nuestros modales eran mejores.

Pasaron más de veinte años de esto que recuerdo con nostalgia hoy. Desde hace unos años hago mis compras por internet. Y no es por falta de tiempo sino por falta de ganas de deambular entre manadas de gente nerviosa.
Cuando abrió el primer hipermercado grande todos corrimos a ver de qué se trataba. Nos olvidamos por un tiempo de las ferreterías, de los locales de blanco, de los bazares, de los viveros, de las jugueterías, de las casas de cotillón, de los locales de electrodomésticos, de las disquerías, de las perfumerías, de las tintorerías, de los negocios de compostura de zapatos y de las mercerías. También algunas impusimos el “Carrefour-fashion” luciendo remeritas de algodón hasta debajo del mejor traje de Armani.

De todas formas, el destino es circular y uno vuelve a los pequeños comercios donde elegir es un placer y no un trámite.
Ahora detengo mi auto ante aquellas fruterías atractivas que encuentro y elijo algo rico para los míos, si tengo que comprar un regalo, no voy a un shopping sino a la cuadra comercial de mi barrio. El pantalón negro para “salir” volvió a ser acariciado por manos asiáticas y aunque después de casi 100 años haya cerrado Pozzi, compro mis cremas en la perfumería que vende las cremas francesas que me gustan.


Y en lo que me compete: ¿algo más lindo que pasar un rato en una librería de tu barrio?
Nunca me hubiese sucedido lo que voy a contar, de haber caído en el anonimato de un hipermercado o de un shopping.

Un sábado como este, igualito por el estado de ánimo en el que me encuentro, cansada y ya aburrida de muchas cosas, cuestionándome otras tantas, partí a Cabildo vestida con lo primero que encontré. Quería salir de mi casa lo antes posible, hacía frío y sin embargo llevé zapatillas sin talón. Ni me peiné, y algo extraño en mi, salí sin lápiz labial, característica heredada sin piedad de mi abuela y de mi madre.


Recuerdo que disimuladamente busqué mi libro en las primeras mesadas de la librería.
Allí estaba, orgulloso, “El Masajista y otros cuentos”. Su tapa azul francia se destacaba entre las otras y sentí alegría, mucha alegría. Ni toqué el libro y paseé por el salón elucubrando que hacer...
Hasta que un hombre de desordenado pelo largo y ojos penetrantes me preguntó:
- ¿Te ayudo? ¿Algo en especial?
Fue ahí donde actué rápidamente:
- Mmmsi, estoy buscando “El Masajista y otros cuentos”, es de una autora argentina...
- Si, lo conozco, me contestó al tiempo que me guiaba a donde estaba el libro.
Lo tomó con sus delicadas manos y me lo entregó.

No pude seguir con la comedia, algo me decía que a él no podía mentirle.
- Mirá, yo escribí ese libro ¿sabés? Y bueno, quería saber donde estaba exhibido y si se estaba vendiendo.
- Vení, Sonia (me llamó por mi nombre luego de mirar la tapa), veamos en la compu cómo va la venta.

Me quedé un buen rato con él charlando de preferencias literarias, estábamos e nuestro mundo, y aunque el local estaba lleno, una burbuja de empatía nos envolvía.
Se hizo de noche y decidí regresar a mi casa.
Había elegido dos libros en todo el recorrido que hicimos por la librería mientras conversábamos.
Y ahí fue cuando él me dijo casi como en secreto: “yo también escribo”.


De esto pasaron varios meses y el magnífico escritor es alguien muy importante para mi. Leerlo me llena de vida y admiración. No nos vemos mucho por razones varias: horarios de trabajo disímiles, citas postergadas, pero estamos al tanto el uno del otro casi a diario. Por ello creo que el amor en todas sus formas está a la vuelta de la esquina. De la esquina de mi casa, aquel sábado de otoño. Y la amistad es una forma de amor, en especial cuando se comparte el amor por lo que uno más ama: los libros.

Si alguna vez se sienten abrumados, no vayan a un hipermercado, caminen por su barrio, ¡algún amor van a encontrar!

2 comentarios:

Maldito Duende dijo...

Ja! Si se enteran que ese vendedor le dijo ¿la puedo ayudar? Lo echan, es una de las frases prohíbidas.
Y tiene razón, el amor se presenta en distintas formas.
No puedo no decir gracias por este texto
BESOS TODOS

Anónimo dijo...

El nombre del supermercado...,"La Gran Provisión"!!!!!

Mirá que caminé muchas veces por mi barrio... pero... "el amor en todas sus formas siempre está en mi casa" ¡qué cursi!!!!