martes, julio 18, 2006

Volviendo al nido, junio de 2006.

Junto con el diario del domingo, encontré en la puerta de casa, un sobre con el membrete de un shopping.
-¿ Y ahora, qué promocionarán? pensé.
Estaba muy cansada. El día me pesaba desde que a las siete de la mañana, los chicos habían comenzado a rondar por todo el departamento. Prendían la tele, apagaban la tele. Se disfrazaban y querían que nosotros festejásemos sus atuendos. Todo a esa hora en que uno dice: qué suerte que es domingo, hoy podemos dormir. Pero no. Con hijos, nunca se duerme.
Una taza de café negro, una tostada y el diario. Lo hojeé y luego abrí el sobre.
Un chucho de frío corrió por mi espalda: me había ganado un viaje en un crucero a Brasil. Una semana con todo pago.
Mi situación económica me permitía ir al crucero sin necesidad de ganarlo, pero yo nunca me había atrevido a dejar mi casa, mis chicos, mi rutina.
Hoy, el mismo destino se plantaba ante mi. ¿Cómo iba a desperdiciar algo que me había ganado?
Yo no creía en la suerte. Sí en la causalidad, por lo que sentía que Dios, había dispuesto aquel viaje. Y yo, harta de la vida de ama de casa que llevaba, me merecía aquella aventura de irme sola. A otras tierras.
Cuando Pablo apareció en el comedor diario sin temor le dije: Buen día, me voy a Brasil una semana, así que tendrás que suspender algunas cosas para poder ocuparte de lleno de los chicos.
- - Vos te volviste loca, Ana.¿ De qué hablás?
- - De esto. Este boucher te explica todo. Ni sé cuándo ni dónde llené un formulario, pero por algo me tocó a mí. ¿Y sabés qué? Estoy agotada. Necesito vacaciones, sola. Quiero emociones nuevas, aventuras. No doy más.
- - Si vos lo decís...

El camarote era de los más económicos. Pero no me importó. Todo para mí era maravilloso a partir de que el barco zarpó del puerto de Buenos Aires.
Durante el día, tomaba sol, comía hasta quedar tendida en una reposera sin poder hablar, charlaba con los pasajeros que me caían bien, me hacía masajes, bailaba en las dos discos hasta sentirme una adolescente, y bajaba en los puertos en los que hacía escala el “Marino Alfa”. Faltaban un par de días para llegar a San Salvador de Bahía.
Me había hecho amiga de unos mieleros muy simpáticos, y proyectamos pasar el día entero juntos, en la antigua ciudad.
Llegamos al puerto a eso de las 3 de la tarde. Primero las iglesias más pintorescas, luego la cima del pueblo en donde veríamos un espectáculo que brindaba una comparsa que se preparaba para el próximo carnaval.
Enzo y Claudia eran muy farristas y bailaban desaforadamente al compás de la zamba. Yo no me quedé atrás. Cada tanto, él nos buscaba unas cervezas y yo, que nunca tomaba alcohol en Buenos Aires, iba perdiendo el control minuto a minuto.
Confieso que me asusté un poco y decidí buscar un baño para vomitar . Fue una tarea casi parturienta. Todos los boliches consistían únicamente en una barra con baldes de hielo a los costados. Los pies me latían de tanto bailar y caminar por las estrechas callecitas de adoquines. Era una tortura. En una esquina, encontré por fin una especie de discoteca. Pagué unos cuantos reales, y entré. El sudor y el humo hacían del ambiente un clima pesado y sórdido.
Los cuerpos morenos se movían siguiendo el ritmo de la batucada, y el baño parecía haber sido catapultado por el ruido.
Yo necesitaba beber agua y eliminar aquel alcohol que me estaba quemando. Me detuve en la barra y pedí una botella de agua mineral. El morocho del mostrador se rió de mi austeridad, y mientras me entregaba la botella, alguien cayó sobre mi por detrás. La botella entera me bañó. La mujer que me había atropellado me pasó una servilleta por la cara y el cuello para congraciarse. Olía a algo extraño, sería pachulí...
A esa altura estaba más mareada que antes y sin darme cuenta parece que me desvanecí.

Cuando desperté estaba en una repartición policial del Pelouriño. No disponía de otro documento que la memoria. Y ésta había decidido abandonarme.
Fui una bahiana más por varios días. Aquel pañuelo contenía lanzaperfume y mi organismo no estaba acostumbrado ni a las comilonas del barco, ni a las cervezas, ni a los estimulantes.
Ansiaba desenchufarme pensando que padecía fatiga crónica, pero me había equivocado al dejar que la buena fortuna, me indicase el camino.
Cuando por fin pude regresar a mi hogar, otra vez lidiando con los horarios, los chicos y los vaivenes de humor de mi marido, me di cuenta de que la rutina era saludable, y que el nido era la aventura más fascinante de conquistar.

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